El primer empaste conocido puede tener 6.500 años de antigüedad. Eso parece desprenderse del hallazgo publicado esta semana sobre una mandíbula de ser humano encontrada en Eslovenia. La dentadura de aquel hombre (o mujer, porque no está claro) portaba una sonada sorpresa. Uno de sus dientes había sido rellenado con cera de abeja. Se trata de una pieza dental agrietada y desgastada, que debió de producir fuertes dolores a su portador. De manera que los científicos han optado por explicar que esa cera no es otra cosa que un empaste primitivo.
Es posible que, ante los insoportables dolores de la víctima de tamañas caries neolíticas, un hechicero, brujo o premédico de la tribu optara por taponar el resquicio con un emplasto natural a base de cera.
Si se confirma esta tesis, estaríamos ante el origen de las amalgamas odontológicas. Pero aún hay muchas preguntas por responder. La primera de ellas es si realmente el empaste fue un acto médico o simplemente ritual. En las sociedades prehistóricas no es raro encontrar huellas de prácticas rituales sobre huesos y dientes de difuntos. Horadaciones, lascas, muescas… que se practicaban en los ritos de enterramiento. Para considerar este resto de cera un empaste habría que determinar que fue introducido en un paciente vivo. Los estudios biomorfológicos de la dentadura arrojarán pronto la respuesta. Si el diente siguió siendo utilizado después de la introducción del apósito, habrá dejado su huella sobre él.
Otro misterio es si el portador del diente era un hombre o una mujer. La estructura mandibular parece masculina, pero en la dentadura se han encontrado líneas de erosión producidas por masticar tejidos y cuerdas. Se sabe que entre las mujeres del Neolítico era práctica habitual coser ropas valiéndose de los dientes.
En cualquier caso, el descubrimiento nos revela cuán antiguo es el dolor humano y el deseo de combatirlo. Hace unos años un equipo de la Universidad de Poitiers dirigido por el italiano Roberto Macchiarelli encontró en Pakistán otra dentadura fascinante. En un yacimiento de 7.500 años de antigüedad desenterraron restos de 11 incisivos y molares pertenecientes, al menos, a cuatro mujeres, dos hombres y otros tres individuos cuyo sexo era imposible de determinar. Todos ellos habitaron esas tierras en el Neolítico.
Al principio los restos no suscitaron sorpresa especial alguna, no dejaban de ser una huella más de los enterramientos practicados por nuestros antecesores en la Europa de hace cerca de 8.000 años, en los albores de nuestra cultura sinuosa y veloz. Pero a Roberto no se le escapó un detalle que pronto sería conocido por la comunidad científica de medio mundo. Aquellas piezas dentales estaban horadadas. Les faltaba un trozo, pero no un pedazo fragmentado al azar. Les faltaba una porción de tamaño y forma similar en todos los casos: un pequeño círculo en algunas de las paredes del hueso que sugerían que aquellos dientes habían sido taladrados.
Los estudios radiológicos confirmaron que el esmalte había invadido parte de la cavidad después de que se hubieran practicado los taladros, lo que evidenciaba que la operación se había realizado cuando los sujetos aún estaban vivos.
Parecía poco evidente que se tratara de prácticas decorativas o rituales, ya que en la mayoría de los casos las piezas intervenidas eran molares muy profundos, que no se ven habitualmente a menos que se abra en extremo la mandíbula. Macchiarelli presentó en abril de 2006 los resultados de su investigación, y la explicación más plausible para tan peculiares observaciones fue que aquellos dientes eran la evidencia más antigua jamás descubierta de la práctica de la odontología. Nuestros antepasados que ocupaban hace 7.500 años lo que hoy conocemos por Pakistán ya tenían dentistas a su disposición.
Macchiarelli cree que el objetivo de aquellas perforaciones no era otro que tratar de aliviar los terribles dolores molares de nuestros ancestros. La mayoría de las mandíbulas descubiertas mostraban rasgos de decadencia dental, y más de una había llegado a niveles elevados de infección, lo que debió de haber supuesto un auténtico suplicio para los propietarios de las mismas. Es cierto que no menor tortura debió de ser el dejarse hacer un taladro de tales características 7.500 años antes de la invención de la novocaína y al menos 2.000 antes de que el alcohol pudiera utilizarse como (mero) alivio.
El equipo de antropólogos de Poitiers ha sido incluso capaz de reconstruir los utensilios utilizados para tal práctica. Se trata de taladros de pedernal engarzados en un mango de madera que se hacía girar mediante un cruce de cuerdas. Seguramente esta herramienta era idéntica a la utilizada para taladrar piedras, minerales, maderas y conchas con fines decorativos.
Así que, ya sabe, cuando vaya al dentista, piense que ese tipo con bata blanca que está a punto de levantarle las encías es miembro de una estirpe milenaria.